Los dioses ven el mundo del color del pelo de la mujeres rubias, del color de la luz de los atardeceres. Por eso nada les preocupa. Por eso viven magnánimos y alegres.
Un día los hombres llegaron a las praderas donde habitan los dioses. Les miraron con curiosidad los inmortales desde los árboles, desde los ríos, desde los montes. Aquellas criaturas eran extrañas.
No eran animales, pero morían. No eran dioses, pero tenían su apariencia y su entendimiento.
Reunidos en consejo, acordaron los dioses seguir observándolos con prudencia y volver a encontrarse cuando hubiesen aprendido más acerca de aquellos extraños seres, para decidir entonces cómo actuar.
Pasado un tiempo, volvieron los inmortales a su asamblea. Todos hablaron, emocionados, de sus descubrimientos. Los hombres eran seres fascinantes y contradictorios. Pensaban con la claridad de los dioses, pero a veces eran mezquinos. Podían amar como los dioses, pero temían al amor. Llevaban en el corazón la alegría de los dioses, pero en ocasiones la tristeza les anegaba las venas.
Los inmortales estaban preocupados. Habían tomado cariño a aquellos seres. Querían ayudarlos, pero no sabían cómo. Después de mucho pensar, decidieron que uno de ellos entraría en el cuerpo de un hombre para conocer los secretos de su alma.
El hombre elegido estaba trabajando la tierra cuando notó que el pecho se le hinchaba. Sintió su alma más grande, su corazón más alegre y su intuición más penetrante. Dejó los aperos y cantó. Luego se fue por los caminos contando a todos el mundo nuevo que había encontrado dentro de su sangre, haciéndolos participar de él. Cuando el dios se marchó, algo de su naturaleza quedó en el hombre. Dicen que así nació el primer poeta.
El dios aventurero, regresando entre los suyos, explicó su descubrimiento. Los hombres eran a veces mezquinos porque, al andar pegados a la tierra, se les llenaban los ojos de polvo y todo lo veían, y lo juzgaban, rastrero y sucio.
Y los dioses encontraron la solución. Tomaron el color del pelo de las mujeres rubias, la luz de los atardeceres y crearon una bebida que engrandecía el alma y limpiaba el corazón. Así nació la cerveza, regalo de los dioses. Para que también los hombres vieran el mundo color de oro.
Un día los hombres llegaron a las praderas donde habitan los dioses. Les miraron con curiosidad los inmortales desde los árboles, desde los ríos, desde los montes. Aquellas criaturas eran extrañas.
No eran animales, pero morían. No eran dioses, pero tenían su apariencia y su entendimiento.
Reunidos en consejo, acordaron los dioses seguir observándolos con prudencia y volver a encontrarse cuando hubiesen aprendido más acerca de aquellos extraños seres, para decidir entonces cómo actuar.
Pasado un tiempo, volvieron los inmortales a su asamblea. Todos hablaron, emocionados, de sus descubrimientos. Los hombres eran seres fascinantes y contradictorios. Pensaban con la claridad de los dioses, pero a veces eran mezquinos. Podían amar como los dioses, pero temían al amor. Llevaban en el corazón la alegría de los dioses, pero en ocasiones la tristeza les anegaba las venas.
Los inmortales estaban preocupados. Habían tomado cariño a aquellos seres. Querían ayudarlos, pero no sabían cómo. Después de mucho pensar, decidieron que uno de ellos entraría en el cuerpo de un hombre para conocer los secretos de su alma.
El hombre elegido estaba trabajando la tierra cuando notó que el pecho se le hinchaba. Sintió su alma más grande, su corazón más alegre y su intuición más penetrante. Dejó los aperos y cantó. Luego se fue por los caminos contando a todos el mundo nuevo que había encontrado dentro de su sangre, haciéndolos participar de él. Cuando el dios se marchó, algo de su naturaleza quedó en el hombre. Dicen que así nació el primer poeta.
El dios aventurero, regresando entre los suyos, explicó su descubrimiento. Los hombres eran a veces mezquinos porque, al andar pegados a la tierra, se les llenaban los ojos de polvo y todo lo veían, y lo juzgaban, rastrero y sucio.
Y los dioses encontraron la solución. Tomaron el color del pelo de las mujeres rubias, la luz de los atardeceres y crearon una bebida que engrandecía el alma y limpiaba el corazón. Así nació la cerveza, regalo de los dioses. Para que también los hombres vieran el mundo color de oro.
Tradición celta.
3 comentarios:
Qué bueno que vuelvas a publicar los cuentos aquí. Y cuando me dejes darle una mano de pintura al blog mucho mejor;)
Qué bueno volver a leerte.
Readmitido... ;)
Saltando de aquí para allá os encontré a los tres. Creo que tú eras aquel al que se llama "el tercero en discordia".
Chicos, hay que repetir!
Un beso;
Marina*
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