viernes, marzo 23, 2007


Cuando Gerardo Chávez, en su Trujillo natal, supo que la beca que esperaba había sido concedida a un recomendado del Gobierno, viajó a Lima. Como en ese trayecto se gastó todo su dinero, y no tenía pasaporte, entró de polizón a un barco francés.
Llegó como inmigrante ilegal a Francia en los vibrantes años 60, cuando París era la capital de América Latina. Allá tomó contactos con la escuela del postsurrealismo, con escritores del realismo mágico que recién entraba al mundo. Con el sobrante de sus escasos sueldos visitaba el Museo D´Orsay, el Louvre. Y pintaba.

Empezó, como él mismo cuenta, inspirándose en las manchas de las paredes. En su mente se convertían en seres inquietantes, monstruos, diablos. Sus lienzos se convirtieron en ventanas por las que mundos extraños observaban a los hombres que les devolvían la mirada, atónitos, impresionados por la obra del que sería llamado, con los años, el nuevo Bosco.


Mucho hablaron los estudiosos de estos lienzos, y vieron influencias, sesgos, técnicas, y las explicaron. Pero no explicaron los caballos.
Siempre, en los cuadros de Gerardo, aparecían caballos. Caballos de colores, caballos de aire, caballos como hombres, ciudades de caballos.
Chávez, que como muchos niños de su país tuvo que trabajar para ayudar a su familia, visitó en una ocasión una feria ambulante. Era una de aquellas antiguas ferias con circo, con tapecistas y músicos de nombres resonantes, con adivinos y magos. Y con un carrusel.
El niño Gerardo no tenía dinero para subir. Permaneció toda la tarde mirando los caballos de madera. Cuando llegó la hora de regresar a casa, decidió que no volvería a dejar pasar una oportunidad de soñar por ser pobre. Así es como, años después, el joven Gerardo tomó un barco cuyo pasaje no podía pagar y se convirtió en uno de los más extraordinarios pintores de nuestros días.
Muchos años después, mientras sus cuadros eran expuestos en San Francisco, Chávez visitó de nuevo una feria. Cuando encontró el carrusel, sonrió. Y galopó toda la rabia, toda la pobreza, toda la tarde.
Ahora los caballos han escapado de los cuadros y corren en la mirada del niño Gerardo, que sigue, lienzo a lienzo, abriendo ventanas en nuestro mundo. Los caballos corren y llevan por Montmaitre al joven Gerardo, rico príncipe de París. Lienzo a lienzo los caballos corren, y Gerardo corre, y los sueños viven.

2 comentarios:

Alba dijo...

Recuerdo la canción, creo que es de Pablo Guerrero, tengo un caballo de madera...

Curiosa historia la del porqué de los caballos en los cuadros; pero, en realidad, todas las cosas importantes -dicen algunas poetas- suceden cuando somos niños.

pd: a ver si actualizamos con más periodicidad, Capitán, que el barco este arriba a la costa de cuando en cuando y se hace esperar;)

Julia dijo...

Eso, a ver si actualiza usted pronto! ;)